¿Por qué misionar?
Basil Darker G.
Postulante Orden de Ministros
de los Enfermos
(Religiosos Camilos)
Es una bendita gracia tener que tocar el
tema de la misión cristiana estando en medio del Tiempo Pascual, donde la luz
de Cristo Resucitado da un impulso nuevo a toda la vida de la Iglesia y parte
capital de esta vida es el anuncio de esta Buena Noticia: el triunfo de la vida
sobre la muerte y la instalación del Reino de Dios en medio de los hombres a
través del paso de Jesucristo entre nosotros. Además este año la Iglesia
chilena, inspirada por el Documento de Aparecida (que nos ha invitado todo este
tiempo a ser “discípulos y misioneros” de Cristo), llama especialmente a la
Misión Joven, de modo que los jóvenes no sean relegados a “la mesa del pellejo”
de la Iglesia, como indica Mons. Ricardo Ezzati, sino que, siendo semillas de
la futura Iglesia y la futura sociedad, renueven su fe, esperanza y amor en
Cristo Jesús. En este artículo desarrollaré brevemente por qué la misión
cristiana sigue siendo hoy un tema de vital importancia para la vida de la
Iglesia.
1)
La Misión: Mandato de Jesús y necesidad del hombre de hoy
La misión es, ante todo y como su nombre lo
indica, un envío. Ser misionero es ser enviado, al igual como Jesús en la
tierra. En su oración al Padre, Jesús dice: "Como Tú me has enviado al
mundo, yo también los envío al mundo” (Juan 17, 18) y después de su
Resurrección, Cristo coloca especial énfasis en enviar a sus discípulos,
convirtiéndolos (y convirtiéndonos) en testigos suyos ("Ustedes serán mis
testigos... hasta los confines del mundo" (Hechos 1, 8), “Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Noticia
a toda la creación" (Marcos 16, 15).)
Por
esto, podemos decir que un misionero es, ante todo, alguien que se ha
encontrado con Cristo Resucitado, alguien que ha experimentado en su vida el
amor de Dios: en el perdón de sus propios pecados, en la esperanza de su propia
salvación y de la vida eterna, pero sobre todo, en el Espíritu Santo que ha
sido derramado en nuestros corazones, que nos hace exclamar: "¡Abba, Padre!"
y nos impulsa a la caridad, a amar a Dios sobre todas las cosas y a nuestro
prójimo "como Él nos ha amado". Esta experiencia personal con Cristo
diferencia al simple funcionario del apóstol: el funcionario puede ejecutar con
eficiencia la tarea que se le encomiende sin que necesariamente sus
motivaciones provengan del deseo de construir el Reino, sino sólo como un buen
ejecutor técnico, sin embargo la motivación del apóstol nos la expresan san
Pedro y san Juan en los Hechos: apremiados por las autoridades judías para que
no prediquen más en nombre de Jesús, los apóstoles contestan: “Juzguen si está bien a los ojos
de Dios que les obedezcamos a ustedes antes que a Dios. Nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído.” Del hecho de
“estar” con Jesucristo y tomar conciencia de su amor en nuestra vida surge la
fuerza (obra del Espíritu Santo, ciertamente) para que otros puedan también
puedan tener una experiencia con Jesús, volviéndose en muchos casos una
necesidad parecida a la que animaba los corazones de los cristianos de los
primeros siglos: No es cosa de querer o no querer, ¡no podemos callar lo que
hemos visto y oído! Pablo, misionero y apóstol por excelencia, llega a decir:
“Si anuncio el Evangelio, no lo hago para gloriarme: al contrario, es para mí
una necesidad imperiosa. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Corintios
9, 16).
Para
ser más conscientes de este encuentro personal con Dios, es siempre conveniente
que antes de salir a misionar tengamos algún tiempo (comunitario y personal)
para reflexionar sobre nuestros propios encuentros con Dios, hacer como dice
san Agustín: un recuerdo amoroso de Dios en tu historia. Esto no es fácil si no
se tiene la costumbre de hacerlo, pero ¡ánimo!, la fe se fortalece dándola.
2)
¿Qué queremos anunciar?
Es fundamental tener muy
clara la respuesta a esta pregunta, pues teniendo claros nuestros objetivos
será más fácil trabajar. Hemos dicho que es importante tener una experiencia,
una relación con Dios antes de tomar la tarea de misionar, pero debemos
considerar que lo que anunciamos no es solo lo que Dios ha manifestado en la
vida particular de cada uno, pues caemos en el riesgo de empobrecer nuestro
anuncio, centrándolo en nosotros mismos y no en Jesucristo, sino lograr
transmitir a los demás “la razón de nuestra esperanza” (1 Pedro 3, 15), que se
encuentra precisamente en la persona de Jesús y su Buena Noticia.
Tampoco podemos centrar
nuestro mensaje en pura emocionalidad o en lo que “yo creo” o “yo pienso” que
es el mensaje de Cristo, el Evangelio fue entregado a la Iglesia y desde la
Iglesia es que se proyecta la misión a los demás; es por esto que se hace
necesario que el misionero no sólo tenga una relación personal con Dios, sino
también comunitaria, tener experiencia de Iglesia, conociéndola, amándola y
sintiéndose parte de ella. Es en la Iglesia y desde la Iglesia que el Espíritu
Santo va inundando los corazones y enseñándonos todas las cosas (cf. Juan 14,
26) no sólo por revelación personal, sino principalmente a través de los
Apóstoles y sus sucesores. Esto hace necesario que el misionero, como miembro
activo de la Iglesia, busque tener una formación aceptable sobre el mensaje del
Evangelio y la Tradición de la Iglesia, ¿cómo se puede anunciar lo que no se
conoce? Así el buen misionero debería nutrir, complementar y unir su
experiencia de fe personal y comunitaria con una buena formación en la fe.
3)
Jesús no necesita
“profesionales” de la misión
Sin
embargo, espero que no se interprete lo anterior como una limitación al deseo
de misionar, baste pensar que Jesús no escogió precisamente a la élite
intelectual de su tiempo como sus primeros enviados. Jesús no necesita solamente
teólogos y expertos para construir el Reino, sino hombres y mujeres abiertos a
la acción de su Espíritu y que se relacionen con él a través de la oración, la
participación en los sacramentos y la lectura asidua de su Palabra. A partir de
esta experiencia de amar y sentirse amado, Dios va despertando en nosotros más
sed por Él y más deseos de conocerle, servirlo mejor y darlo a conocer y amar.
Si
Dios te ha llamado a esta instancia, es porque sabe que tú puedes ser su
misionero. "No son ustedes los que me eligieron a mi, sino yo el que los
elegí a ustedes y los destiné para que den fruto y ese fruto sea duradero"
(Juan 15, 16). Dios nos llama y nos elige a pesar de nuestra condición, porque
la obra la va a realizar Él. "No
somos nosotros los protagonistas de la misión, sino el Espíritu Santo"
como nos recuerda el beato Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris Missio. Así que no
se extrañen de que Dios elija “lo que el mundo tiene por necio para confundir a
los sabios y lo que el mundo tiene por débil para confundir a los fuertes” (1
Corintios 1, 27). Así que ¡ánimo!, si la obra es de Cristo, basta tener fe, esperanza
y amor, entregarse con generosidad y trabajar con tesón, considerando un
consejo de san Ignacio de Loyola: “Haz las cosas como si todo dependiera de ti y
confía en el resultado como si todo dependiera de Dios”
4)
Los mandó de dos en dos
La misión es labor de toda
la Iglesia y es imposible concebirla como una tarea individual. El apóstol
Pablo, en sus varias cartas, muestra concretos ejemplos de que la misión no es
tarea de uno solo, sino cooperación de todos los discípulos de Jesús (ej.
Romanos 16, 21-24 y tantas otras despedidas y saludos en que reconoce el aporte
de algunos hermanos y da instrucciones). El mismo Jesús es tan consciente de
esta necesidad, que en el envío de los primeros misioneros los evangelios
relatan que los envió de dos en dos. Es muy enriquecedor que el grupo misionero
logre un buen afiatamiento antes de iniciar la misión misma, pues en este grupo
cada misionero se podrá sentir contenido, compartir las vivencias positivas y
negativas y crecer juntos en el seguimiento y servicio de Cristo, aprendiendo
unos de otros. Como todos los grupos humanos podrá haber discusiones y roces
(¡hasta los mismo apóstoles los tuvieron!, ej: Mateo 20, 24), pero teniendo
claro el objetivo central que nos une y la invitación de Cristo de ser
misericordiosos entre nosotros estas situaciones serán para el grupo ocasión de
crecimiento.
5)
“Padre, aquí está su
Oriente”
Uno de los deseos más
intensos de san Leopoldo Mandic, sacerdote capuchino (1866 – 1942), era volver
de Italia a su Croacia natal para trabajar por la reconciliación entre
católicos y ortodoxos (la Iglesia cristiana de Oriente), sin embargo debido a
su salud precaria este deseo fue siempre negado por sus superiores, quienes le
decían: “Padre Leopoldo, aquí está su Oriente”. Fray Leopoldo aceptó su situación
con amor y así Dios le concedió el don de ser un santo sacerdote y famoso
apóstol de la misericordia divina. Este ejemplo quiere ilustrar que no es
necesario pensar que la misión está en el África o la China, ¡en nuestra propia
casa, trabajo o lugar de estudios puede estar nuestro Oriente! Este año la
Iglesia chilena nos invita a la Misión Joven, especialmente dirigida a los
jóvenes que se encuentran alejados de Cristo. No sólo ellos necesitan de
Cristo, Chile sigue siendo lugar de misión, así lo demuestran tristes eventos
que nos han remecido en los últimos meses, con signos de violencia desgarradora
entre quienes fueron creados como hermanos, movimientos que cuestionan el
derecho a la vida y la difusión de valores superficiales, perecederos y que no
llevan al hombre y la mujer a la plenitud que Dios nos desea. A través de la
misión, nosotros como Iglesia ejercemos nuestro rol evangelizador y profético.
6)
Pecados del hombre y la
mujer de acción
Para
ir terminando con este mensaje sobre la misión, les dejo un texto escrito por
san Alberto Hurtado, dónde nos advierte de situaciones que pueden entorpecer la
acción de Dios en nuestra actividad cristiana. Les invito a que puedan leerla y
reflexionarla con calma en su grupo y preguntarse: ¿a cuál de estos pecados
tengo yo más tendencia? ¿cómo podría mejorar mi vida cristiana a la luz de este
texto y en la actividad misionera a la que me siento llamado/a?
Los pecados del hombre de
acción
San Alberto Hurtado
Creerse indispensable a Dios. No orar bastante. Perder
el contacto con Dios.
Andar demasiado a prisa. Querer ir más ligero que Dios.
Pactar aunque sea ligeramente con el mal para tener éxito.
No darse entero. Preferirse a la Iglesia. Estimarse en
más que la obra que hay que realizar, o buscarse en la acción. Trabajar para sí
mismo. Buscar su gloria. Enorgullecerse. Dejarse abatir por el fracaso. Aunque
más no sea, nublarse ante las dificultades.
Emprender demasiado. Ceder a sus impulsos naturales, a
sus prisas inconsideradas u orgullosas. Cesar de controlarse. Apartarse de sus
principios.
Trabajar por hacer apologética y no por amor. Hacer del
apostolado un negocio, aunque sea espiritual.
No esforzarse por tener una visión lo más amplia
posible. No retroceder para ver el conjunto. No tener cuenta del contexto del
problema.
Trabajar sin método. Improvisar por principio. No
prevenir. No acabar. Racionalizar con exceso. Ser titubeante, o ahogarse en los
detalles. Querer siempre tener razón. Mandarlo todo. No ser disciplinado.
Evadirse de las tareas pequeñas. Sacrificar otro a mis
planes. No respetar a los demás; no dejarles iniciativa; no darles
responsabilidades. Ser duro para sus asociados y para sus jefes. Despreciar a
los pequeños, a los humildes y a los menos dotados. No tener gratitud.
Ser sectario. No ser acogedor. No amar a sus enemigos.
Tomar a todo el que se me opone como si fuese un
enemigo. No aceptar con gusto la contradicción. Ser demoledor por una crítica
injusta o vana.
Estar habitualmente triste o de mal humor. Dejarse
ahogar por las preocupaciones del dinero.
No dormir bastante, no comer lo suficiente. No guardar
por imprudencia y sin razón valedera la plenitud de sus fuerzas y gracias
físicas.
Nos encontramos en estos momentos celebrando como Iglesia el
acontecimiento más sublime de toda la historia humana: la Resurrección de
Cristo; que la alegría de la Pascua nos impulse a ser nuevos heraldos de la
Victoria de Dios, como María Magdalena, Pedro, Pablo y tantos hermanos nuestros
que a través de los siglos han recordado a la humanidad su verdadera vocación
de hijos e hijas amados de Dios. Con nosotros va María, Reina
de los Apóstoles (Hechos 1, 14), y también el mismo Resucitado, quien nos envía
y sostiene: “Yo he recibido todo poder en el cielo y
en la tierra. Vayan, y hagan que todos
los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he
mandado. Y yo estaré siempre con ustedes
hasta el fin del mundo”.
¡Alabado sea Jesucristo!